"Las restricciones comerciales, debe haber muestras de solidaridad ante una situación global de alerta pandémica, como la que actualmente se vive por ese virus" declaró el Secretario de Salud de México José Ángel Córdova Villalobos en rueda de prensa en Ginebra, Suiza, en el marco de la 62a. Asamblea de la Organización Mundial de Salud (OMS)y en la cual y de acuerdo con la versión difundida, el titular de la dependencia señala que la evolución de la epidemia en México continúa en tendencia descendente. Sin embargo, el factor económico no es el más serio: existen otras repercusiones a nivel social que debermos considerar y por las cuales la carta de Fr. Benjamín llama mi atención.
La epidemia que vivimos hace unas semanas puso de manifiesto nuestros temores ancestrales. Los antiguos romanos decían: “Peor que la guerra es el temor a la guerra". Ahora podemos decir: “Peor que el virus es el temor al virus”. Aunque la situación es dolorosa, no deja de contener una lección (es) positiva.
Nos ha hecho recordar, entre otras cosas, que nuestra vida está siempre amenazada y no es fácil vivir con serenidad las situaciones difíciles, las experiencias dolorosas, los fracasos y las incertidumbres de la vida. Aunque vivimos en una época de avances tecnológicos impresionantes, un virus trastorna profundamente nuestra vida y nos pone de rodillas. ¿Dónde encontrar serenidad?
El notable filósofo Martín Heidegger pensaba que necesitamos abrirnos al misterio para aprender a vivir con serenidad la existencia. Decía: «La serenidad ante las cosas y la apertura al misterio coinciden. Nos ofrecen la posibilidad de comportarnos de una manera totalmente nueva en el mundo. Nos prometen un nuevo fundamento y un nuevo terreno sobre el que, dentro del mundo, podamos estar y subsistir sin peligro alguno».
Tal vez no hemos intuido todavía que la verdadera serenidad nos envuelve cuando aceptamos humildemente nuestra pequeñez y fragilidad, nos abandonamos confiados en las manos de Dios y nos dejamos guiar por Él. Nuestra serenidad es posible cuando comenzamos a pensar, sentir y vivir desde Dios. Entonces todo cobra nueva luz. Todo se comprende de otra manera. Podemos distinguir lo esencial de lo secundario.
La emergencia sanitaria nos obligó a reducirnos a lo esencial: la convivencia familiar, el don de la vida, la necesidad de Dios, la experiencia de nuestra fragilidad. ¿Entenderemos la lección? Ordinariamente no sabemos distinguir lo esencial de lo secundario. Andamos a tientas como niños perdidos en un mundo difícil que creemos dominar pero que nos desborda con su misterio. No nos entendemos a nosotros mismos. Corremos tras la felicidad sin poder atraparla de manera definitiva. Nos cansamos buscando seguridades, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro. Anhelamos algo grande y cuando lo tenemos ante nosotros o dentro de nosotros, no sabemos reconocerlo.
Si lo vemos desde el tiempo litúrgico que vivimos, la contingencia sanitaria nos invitó a resucitar. Y no olvidemos que para resucitar necesitamos morir. ¿A qué tenemos que morir? ¿Qué es aquello que ya está muerto y no le hemos dado sepultura? Se necesita que cada uno entre en un proceso de discernimiento para descubrir sus propias muertes y darles cristiana sepultura. Pero, sobre todo, descubrir los signos de vida nueva que están ya presentes y darles la bienvenida.
No podemos resucitar si no dejamos a nuestros muertos en la paz del cementerio y nos abrimos a lo nuevo.
Nos ha hecho recordar, entre otras cosas, que nuestra vida está siempre amenazada y no es fácil vivir con serenidad las situaciones difíciles, las experiencias dolorosas, los fracasos y las incertidumbres de la vida. Aunque vivimos en una época de avances tecnológicos impresionantes, un virus trastorna profundamente nuestra vida y nos pone de rodillas. ¿Dónde encontrar serenidad?
El notable filósofo Martín Heidegger pensaba que necesitamos abrirnos al misterio para aprender a vivir con serenidad la existencia. Decía: «La serenidad ante las cosas y la apertura al misterio coinciden. Nos ofrecen la posibilidad de comportarnos de una manera totalmente nueva en el mundo. Nos prometen un nuevo fundamento y un nuevo terreno sobre el que, dentro del mundo, podamos estar y subsistir sin peligro alguno».
Tal vez no hemos intuido todavía que la verdadera serenidad nos envuelve cuando aceptamos humildemente nuestra pequeñez y fragilidad, nos abandonamos confiados en las manos de Dios y nos dejamos guiar por Él. Nuestra serenidad es posible cuando comenzamos a pensar, sentir y vivir desde Dios. Entonces todo cobra nueva luz. Todo se comprende de otra manera. Podemos distinguir lo esencial de lo secundario.
La emergencia sanitaria nos obligó a reducirnos a lo esencial: la convivencia familiar, el don de la vida, la necesidad de Dios, la experiencia de nuestra fragilidad. ¿Entenderemos la lección? Ordinariamente no sabemos distinguir lo esencial de lo secundario. Andamos a tientas como niños perdidos en un mundo difícil que creemos dominar pero que nos desborda con su misterio. No nos entendemos a nosotros mismos. Corremos tras la felicidad sin poder atraparla de manera definitiva. Nos cansamos buscando seguridades, pero nuestro corazón sigue inquieto e inseguro. Anhelamos algo grande y cuando lo tenemos ante nosotros o dentro de nosotros, no sabemos reconocerlo.
Si lo vemos desde el tiempo litúrgico que vivimos, la contingencia sanitaria nos invitó a resucitar. Y no olvidemos que para resucitar necesitamos morir. ¿A qué tenemos que morir? ¿Qué es aquello que ya está muerto y no le hemos dado sepultura? Se necesita que cada uno entre en un proceso de discernimiento para descubrir sus propias muertes y darles cristiana sepultura. Pero, sobre todo, descubrir los signos de vida nueva que están ya presentes y darles la bienvenida.
No podemos resucitar si no dejamos a nuestros muertos en la paz del cementerio y nos abrimos a lo nuevo.
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