María Belmonte, Felipe Montes, Pedro De Isla.
Esta es la historia de un Monte que quiso ser Rey.
Texto de Pedro De Isla.
Esta es la historia de un monte que quiso ser rey.
Un monte que buscó complicidades en una ciudad de hierro y acero.
Un monte que ama una ciudad de la que se cuentan muchas leyendas.
Se dice que aún existe la Casa Natal donde nació el primer regiomontano.
Uno escucha rumores sobre uno de los apóstoles del curandero que, pirul en mano, se volvió inmortal.
Hay rumores de hombres callados, montados en pequeños vehículos vigilando la ciudad desde las faldas de su cerro más emblemático.
Se cuenta incluso de calles que se mueve de lugar, que vuelven la ciudad una interminable línea recta y le dan consistencia a los colores.
Algunos hablan de hombres enloquecidos como lobos atacando en las noches a sus indefensos habitantes.
Y de mujeres venidas de lejos cuya ingenuidad les permite confesarnos que crecer duele y duele mucho.
Incluso, lo más extraño, se habla de unas notas musicales a ritmo de ópera rock.
Esta es la historia de un monte que quiso ser rey.
Y como en los cuentos infantiles tradicionales, al final logró su objetivo. El monte es rey, tiene a su reina Claudia y a su princesa Raquel, al príncipe heredero Pablo y a sus fieles lectores.
No necesitó varitas mágicas, sino una pluma. Los conjuros los puso en papel.
Y como en los cuentos infantiles tradicionales, hubo una moraleja: Esta vez resumida en una palabra en latín. LABOR OMNIA VINCIT. El trabajo todo lo vence.
Y, sin embargo, no todo ha sido tradicional en este cuento.
Baste un ejemplo, para no alargar mucho esto. Les hablaré un poco sobre aquella mazmorra del castillo del rey en la colonia Marialuisa.
Seguramente sobrevive, no sé si físicamente, pero sí en la memoria de quienes fuimos a tocar a sus puertas una tarde de sábado y un gruñido nos decía que a esa hora ya se podía entrar. Abrir esa puerta era perdernos en libros y polvo y libros y cassettes y libros y hojas llenas de garabatos que incluso él no podía descifrar.
El monte que quería ser rey se movía en la mazmorra de las palabras. Algo había en esas páginas. Eran el fiel testimonio de una lucha por conjurarlas, por darle sentido al sinsentido. Por encontrar la belleza en las piedras, en los huizaches y en los recuerdos que pepenaba en pláticas con viejitos en la calle, con los padres de sus alumnos y con cualquiera que tuviera la fortuna (o la desdicha si es que tenía prisa) de topárselo en los pasillo del Tec, de la Udem (donde lo conocí cuando coincidimos en el taller del nunca suficientemente apreciado maestro Xorge Manuel González), de la Casa de la Cultura o de cualquier lugar donde se apareciera.. Un amigo mutuo, cuya aversión a los grupos mayores de dos personas es ampliamente conocida por ambos, se molestaba hasta la furia cuando caminaban por algún lugar y él saludaba a una de cada tres personas que se le atravesaban en el camino)
Les podría contar sobre aquella ruinosa tarjeta de crédito que pagaba libros, copias, imprentas, gasolina, música, galletas, leche, plumas y libretas. Parecía mágica. No. Parecía que entre más palabras salían de la pluma, más pasadas en la caja registradora aguantaba. Muchos libros de prometedores autores fueron financiadas con ese artefacto.
Y sobre los talleres. Ba! Esa sí que es una leyenda. Unos dicen que eran 15, otros que 25, unos que 47 y no faltaba quien ubicaba la cifra sobre el medio centenar de talleres al mismo tiempo. Si no era rey, debía ser San Martín de Porres para manejar el don de la ubicuidad con tanta soltura.
Extractos de la obra de Felipe Montes. (Recopilación y lectura a cargo de Xitlally Rivero).
Camino por Los Montes bajo La Tormenta, entre Agudos Relices y Gigantescos Acantilados, Peñascos Abruptos y Profundas Barrancas, Ásperos Picachos y Recodos Sinuosos, Espinas De Piedra Que Se Estiran, Cráneos Cañones De Ojos Rígidos Dispersos, Ciegos Ojos Fríos Abandonados Endurecidos Que Recorren Conmigo La Fiera Dentadura De La Piedra.
La Piedra Dentadura De La Tierra.
Traigo mi Arco De Raíz De Mezquite Con Cuerdas De Lechuguilla Torcida, De Carrizo Mis Flechas Con Pedernal En Sus Puntas.
Y mi Cuchillo De Piedra.
Anida aquí, Llamarada Negra, De Piedra Lumbre, Oscuridad De Aliento Helado: arde sobre Tu Cama Negra.
Aquí, Tendida.
Y extiéndete, Lumbre Negra: extiéndete, y que Tus Dedos Se toquen y avance Tu Latido.
Latido.
Hacia Tu Panza Negra.
Fluyan Tus Líquidas Sombras a Tu Hueco.
Latido.
Y Se encuentren ahí, y ahí fermenten, y crezca ahí Esa Nata Que Secretan Tus Paredes.
Nata.
Y humedezcan Tu Vientre Que Se Hincha, Que Tu Piel Inflama Oscura.
Oscuridad Encinta.
Niña Ciega Que Se Hunde En Sus Pulmones Y Gasta Sus Dientes Contra Ellos: crezca en Ti Esa Nata Espesa, Se Pegue A Tus Paredes.
Crezca, crezca, Oscuridad.
Abulte Tu Barriga y crezca en Ti Este Globo.
Oscuridad.
Y a Tu Panza Gorda Le salga Esa Gotera.
Esa Gotera.
Esa Gotera.
Y que Destile.
Y Destile.
Y cultive Ese Hueco de Tu Vientre Siete Gotas.
Siete Gotas.
En Tu Matriz De Piedra.
Siete Gotas Claras bajo Tu Panza Negra.
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La multitud aplaude y llora con la mirada hacia arriba.
¡Viva el Niño Fidencio!
De entre las cabezas sobresale una muy grande, con flores. El fuego relumbra bajo esta noche que agita sus alas escamosas por cada rincón de casas y valles, se levanta y se aglutina, crece, sube.
Noche ciega, noche errante que vigilas y devoras a las nubes.
Noche en piedras bajo el cielo.
Noche que escudriñas las entrañas y amamantas los demonios que duermen por las mañanas.
Noche anciana, noche niña.
Noche de vidrio nacida de la tarde.
Váyanse, endemoniados, de este Campo del Dolor.
Vayan y métanse en el hoyo del que nacieron.
Noche roca, sombra de los sótanos.
Noche rota.
Noche gris, noche en humos.
Boca abierta.
Vidrio de luz ahogada preñado con aire frío.
Noche enferma.
Te acercas.
Nos cubres.
Y cierras los ojos.
No hay luz, sólo una mortaja sobre el Campo del Dolor.
La noche.
Y acá abajo, por las calles de Espinazo, esclavos y guardias se abrazan.
Se penetran.
En torno al Pirulito tomamos nuestros sitios y damos pie a la procesión.
Aquí, del Pirulito, surge la vereda empolvada, la sinuosa Calle Espinazo: arriba, papel picado; los puestos a los lados.
Observamos con ojos húmedos aquel promontorio.
Aquí arrancan las columnas.
De aquí parten camino a la Casa del Niño Fidencio y, con la medianoche encima, emprendemos nuestra tumultuosa procesión al Pirulito, calle arriba, al Charco, frente a la Casa del Niño.
Calle arriba.
Calle arriba.
Nuestros pasos retumban entre el caserío.
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Llévense sus cosas porque ya no van a entrar.
Aunque hace días que esos camiones entran y salen de Fundidora, nadie hace caso a los guardias porque los hornos siguen encendidos.
Llévense sus cosas porque ya no van a entrar.
Pero cuando los obreros se despiden, las chimeneas se ahogan de golpe. Se apaga la última flama del Alto Horno Uno y el Faro del Comercio dispara su primer rayo desde la Macroplaza.
Llévense sus cosas porque ya no van a entrar.
El cielo hurta las llamas e inflama las nubes; la sólida lumbre incendia la tarde y la esparce en tinieblas.
Llévense sus cosas.
Durante ochentaiséis años estas chimeneas distinguieron a Monterrey, hasta que Fundidora expira con su última voluta de humo.
Llévenselas.
Entre la gente, en compañía de otros ejecutivos de la empresa, el Director General cierra las puertas y coloca el candado.
Porque ya no van a entrar.
Dentro queda sólo personal de mantenimiento.
Ya no van a entrar.
La masa obrera se rompe y ya no la dejan volver.
Ya no.
Miles de trabajadores del turno vespertino acuden a sus labores, pero acaba de ser derrotada la invencible Fundidora.
No.
Y no los dejan entrar.
Son órdenes de la empresa: que nadie entre.
No sabemos nada.
No.
Muchos trabajadores acuden al local sindical.
Gonzalo sonríe sin separar los labios para no enseñar sus dientes disparejos y amarillos entre los que escaparía su pésimo aliento. Lleva la mano a la hebilla del cinturón para apretarlo más.
Prefería ahorcarse antes que fallar; prefería enfermarse antes que faltar al trabajo. Prefería no comer, no dormir, no ir al baño antes que faltar a una junta sindical en la que se hubieran tratado los grandes asuntos que esperó. Tampoco quiso arriesgarse a que decidieran despedirlo durante una reunión mientras él estuviera en otra parte. No, no quiso. Aprieta los esfínteres y sonríe con los labios pegados mientras contempla el Puente de Fierro y Acero y se rasca la mano derecha.
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Más allá de la ventana empañada del autobús respira densa la muchedumbre que deambula por calles y plazas y árboles y postes y cables y edificios y casas con ambos muñones tendidos, se dilata y se aglomera a los pies de las montañas y trepa, faldas arriba, hasta esas nubes que burbujean, se derraman y corroen los lomos amarillos que rodean esta ciudad y luego escurren entre las piedras y se pierden hondo entre zanjas y tuberías que sangran.
Pero Dolores todavía no atraviesa ninguna de esas puertas.
Y algo se guarda tras ellas.
Abrir esas puertas, entrar.
Todavía no.
Penetrar en esas oscuridades.
No.
En esos territorios domésticos entre el hambre y la comida.
El autobús se estaciona en la central. Ellas cargan sus bultos, descienden, van a la avenida, esperan en la parada y toman un camión.
Humo, sudor, cabeza.
Semen, camión, cerveza.
Y todavía no atraviesa Dolores ninguna de esas puertas que algo guardan.
Todavía no.
Penetrar en esas oscuridades.
No.
Más allá del Barrio de los Nogales, enclavada entre colonias residenciales del Cerro de la Silla, de los terrenos invadidos de Lajistas y Mederos nace la Colonia del Ángel, su primer dormitorio y albergue de miles que han llegado. En su parte baja viven las familias con hijos ya grandes y algunos nietos pequeños. Allí hay puesteros, albañiles, capataces, taxistas.
Esas madres ya no trabajan de sirvientas; ya lo hicieron por años.
Las niñas domésticas viven hasta las partes altas, en aquellas casas entre calles que nunca serán pavimentadas.
Y más arriba, repartidas por el cerro, hay más.
Y más allá, más arriba, entre piedras y barretas duerme una niña.
Dolores.
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Ya empiezas tu ronda. Esos autos salen tarde. Bajan por la calle y salen del barrio por un costado de tu caseta. Calles y casas van quedándose vacías. El viento suave encierra una llovizna, pero no hay nubes y eso cierra tus ojos. Los carros mecen tu cuatrimoto y, mientras la manejas, te llevan los vaivenes de tu recorrido.
No pasa Yolanda.
¿Dónde está Araceli?
Esa gente que sale, ¿a dónde va?
¿Dónde está esa gente, Vigilante?
Lorenita sigue sin aparecer.
Desde muchos sitios de la ciudad parten esos puntos de luz que ves allá abajo. Es más gente. Cada luz, fija o en movimiento, ilumina a una o más personas. La ciudad está iluminada, Vigilante, y tú contemplas su cuerpo de cemento extendido allá abajo, cobijado por el valle.
¿Dónde están?
No aparece.
Tus dedos se van a dar la vuelta; cada uno sale por separado: esta noche te abre veinte muñones frescos en pies y manos.
Y arriba la llovizna se suelta de sus frías ramas de vapor.
Y acá abajo tu Barrio de los Nogales se vacía, se te escapa. Tu sangre se va al Barrio Antiguo, al Centrito, a otras casas con otras toallas y el olor del arroz recalentado del mediodía de este barrio.
¿Dónde están?
No aparece.
Salen y salen los carros y nadie te mira. No ves a Yolanda; no pasa su carro cuesta arriba. Ni a la chica aquella. Ni al viejo, ni a la minimoto: los que no te abandonan se quedan recluidos en sus casas. ¿Dónde están todos esos que se van y rozan tu caseta y les sacan chispas a tus ojos?
Afloja tu quijada, Vigilante. Afloja y baja ya los puños. No dejes que el ácido te corroa el esófago. No hagas que tus encías retrocedan más. Deja que tus tendones descansen, que tus nervios oxidados se relajen, que tu corazón respire. Contén tu pecho, ya no aprietes tanto. No despedaces tus molares. No dobles el crepúsculo.
Y tu quijada se relaja y tu cuerpo se afloja. Pero apenas se repone y ya estás otra vez trabado, y miras los muñones de tus dedos y te queman quienes salen.
Que no choquen.
Que no peleen.
Que nadie les clave una navaja.
Que nadie los asalte.
Ni los atropelle.
Que no vomiten hacia arriba, que no llenen sus pulmones con ácido. Que no caigan en una alcantarilla, que no los ataquen los perros.
Están lejos, Vigilante, y tú te quedas en el Barrio de los Nogales: aquí están, solas, sus camas.
Que las camas no tiren a sus niños.
Que los aparatos del baño y los de la cocina no electrocuten a las señoras.
Que las corbatas no ahorquen a los maridos.
Tu sangre resbala por el filo de tu machete, ese colmillo largo arrancado a la noche.
Y ellos van a llegar hasta que la noche acabe.
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Conocí a Claudia una tarde o una noche de verano o de invierno, en casa de una amiga, por Padre Mier o ante el aparador de otra joyería. Nadábamos en casa de sus tíos, empapados bajo un relámpago después de otro baile; aprovechábamos los últimos momentos de oscuridad o de neblina para internarnos entre unos encinos al fondo del jardín o para acariciar un gato que cerraba los ojos y arqueaba el cuerpo la conocí cuando se compraba unos aretes de plástico en el fondo del mercado, cuando contaba los adoquines de un corredor o cuando remojaba sus labios con limonada o chocolate debajo de una escalera o ante una chimenea. La conocí en el pasillo donde un caracol dejó su rastro brillante, en el primer cuadro, en un desayuno no recuerdo por qué ni para quiénes, con las mejillas rosas y bañadas de lágrimas o jugo de naranja, cuando nos presentaron sus primos o en la banca de la plaza donde algunos maestros jubilados se hacen bromas bajo los fresnos.
Desde entonces me gusta su manera de estar en silencio, su sonrisa. A veces me mira furtiva y, al sorprenderla, finge.
Yo llamaba a su teléfono y no hablaba. Claudia identificaba mi respiración y mi silencio.
Y del otro lado me diría no te preocupes, yo también te quiero.
El calor está fuerte y uso traje a diario, al menos en la oficina. Aunque no tengo carro. Me da vergüenza viajar trajeado en camión: el chofer vuelto loco, el infecto pasamanos, la canícula de una ciudad donde los jefes no consienten los retrasos de sus trabajadores, y yo ahí, comprimido en esa rutina ambulante, cuidando la raya del pantalón y que no se repegue el vecino y su aroma en este reciclaje necesito usar traje para ganar más dinero y comprarme carro, pero no puedo trajearme porque no tengo carro. Años y años a la corre y corre, huyo de la pobreza enamorada de mis talones, corro, busco dinero en las alcantarillas, rasco monedas debajo de las piedras, oxidado.
Llevo acumulado cansancio de varios días para que el trabajo saliera bien.
Afortunadamente, concluida la ceremonia, la empresa decide regalarse y regalarme la tarde.
Y esta tarde libre me toma por sorpresa.
Me enamoro de las mujeres que contemplo, mis bodas en el escaparate de un estudio o afuera de un templo.
Por eso busco otro trabajo.
Entre los semáforos y la prisa, en cada esquina, una pelea a muerte.
A veces tan vacía, a veces tan llena de todo, menos de lo que busco, la ciudad se parece a mis bolsillos.
Mientras Monterrey duerme confiado en la oscuridad, mis paseos nocturnos por los bosques de Chipinque afilan mi soledad y mis uñas.
Paulino Ordoñez recabó el material audiovisual, en el que varias generaciones de compañeros, alumnos y familiares relataron anécdotas y remembranzas sobre Felipe Montes.
Te faltó decir que tú hiciste esa magnífica obra plástica, Gabriela. Y que a todos nos gustó mucho.
ResponderBorrarEs verdad, pero esa omisión es debida a que a veces me siento en una especie de auto publicidad, muy molesta!
ResponderBorrarTe mando muchos saludos y gracias por el paseo en mi blog!!