Publicado por: Gabriela Saenz
Con el reciente deceso de la poeta mexicana Enriqueta Ochoa, las letras nacionales pierden uno de sus pilares que, sin duda, ha dado forma al universo del verso en Mèxico. La obra de esta poetisa organiza (de la acciòn de dar forma a los òrganos) el entorno femenino desde la matriz misma de lo femenino. Es para mì un deleite releer sus escritos y sumergirme en las entrañas de mi tierra, montando a pelo sobre las rimas de Ochoa, siempre dàdivas de su ingenio y de su penumbra: de su acoger de mujer.
Artìculo del escritor Enrique Morales sobre Enriqueta Ochoa.-
Acaso lo que Enriqueta Ochoa desea que se retenga —de ella, de su tránsito, de su obra— es: "la hora del incendio celeste/ en que se hace diáfano el corazón de la semilla/ y la palabra nace", tal como se puede leer en los últimos tres versos de su poema titulado: El amor.
Perseguidora incansable del instante iluminado, capturante del estado de gracia que fecunda la semilla iniciática y también inexorablemente del germen del dolor, la poesía de Enriqueta Ochoa se instala en el espacio de lo sagrado puesto que, si como afirma Gaston Bachelard "la inmensidad es el movimiento del hombre inmóvil", la obra de la poeta coahuilense —contemplativa, decantada, ascendente— se enfila hacia el arrebato luminoso: momento en que se es uno y el otro, instante en que se encarna la inmensidad íntima que abarca, también, la filosa intensidad con que calan y revelan el desasosiego, el duelo y el delirio: No en vano uno de los poemas más significativos de Enriqueta Ochoa lleva por título, precisamente, "Los días delirantes": días de conjuro, días de arrebato.
En su tránsito, en su búsqueda, Enriqueta Ochoa padece divina sed mortal, urgencias de un Dios y, en medio de la noche, le quema su silencio, deja en guardia al dolor, por eso, aunque de blasfemias hayan tratado sus urgencias, lo esculpe a su modo, lo contiene, lo interioriza, lo captura en la arrebatada hora de su incendio, lo contagia en su aliento primigenio y, siguiendo su pasión por la semilla grávida, en divina reciprocidad, lo alumbra en su verso apasionado y resurrecto: "Lo quiero —dice—, levantando su imperio al aire libre,/ desnudo, limpio, imperturbable y sano,/ respirando hondo y fuerte/ del aliento rotundo de la tierra."
Conversacional, sagrada, la de Enriqueta Ochoa es una poesía de entraña permanente.
(Artículo de Enrique Morales)
BIOGRAFIA.-
Nació en Torreón, Coahuila, el 2 de mayo de 1928. Profesora normalista. Desde muy joven se dedicó a la poesía y su primer libro, Las urgencias de un Dios (1950) la convirtió, desde entonces, en una poeta con estilo definido y firme. Ejerciò el periodismo y la docencia en diversas universidades nacionales e internacionales. Formò a gran cantidad de escritores y poetas en sus talleres.
Entre sus obras destacan: Los himnos del ciego (1968), Las vírgenes terrestres (1969), Cartas para el hermano (1969), Retorno de Electra (1973), Bajo el oro pequeño de los trigos (1984), Canción a Moisés (1984), Enriqueta Ochoa de bolsillo (1990) y Enriqueta Ochoa, UNAM, Material de Lectura (1992). Su poesía ha sido incluida en varias antologías y forma parte de la colección Voz Viva de México, UNAM, 1992.
Cuadros de Jalapa
(Para Luis Méndez y Esther Hernández Palacios)
Jalapa es una mujer redonda, menudita,
mitad misterio de retrato antiguo
y mitad sibarita.
Tiene un ojo sedoso en sus haberes.
En él penetra el tiempo. Ahí se pierde,
y exhala por las grietas verdes
su fragancia de olvido entre la hierba.
Una constante alud de agujas de humo
golpea sus tejados;
intangible,
bañada de luz tierna,
apenas si respira.
El asma la sofoca cuando un brazo de tufo neblinoso
se desliza en su piel, se la queda bebiendo,
y una no sabe nunca
si la ha desdibujado el viento
o si se ha quedado en algún rincón, desfallecida.
Jalapa fue el varón
que equilibró el vaivén de mis temperaturas.
Yo lo amé hasta la médula misma de los días.
Tenía un caoba en llamas
bajándole desde el cerco de sus ojos de ciervo
hasta la sed de mi cintura.
Nunca mejor jinete cabalgó en las llanuras.
Nunca la rueca hiló mejor el misterio de su música.
Yo me asomaba al fondo de mi hambrepara medir su piel.
Y era un bosque en incendio
el canela de luz que sostenía su columna.
Llegué a tientas, con los ojos quemados
—pájaro de ceniza en desbandada.
Jalapa fue aquel mechón ardiendo
que cauterizó el gemido,
el huésped que entró a iluminar la sombra
ordenándome el verbo y el verano.
En el ojo del tiempo pulsé el silencio
y vi crecer los brotes de luzen la portentosa locura de jóvenes hermanos,
buceadores de la eternidadque volvían de su viaje
con las manos cargadas por los frutos del sol.
Con ellos compartí la sal y el viento
y la veta de oro en las minas del oficio.
Amanecía Jalapa con el sol tirado
entre los cristales verdes
de una cuchilla de agua.
A bocanadas se aspiraba la hermosura.
Y yo me quitaba hasta el guante que nos protege el corazón
para que resguardaran los demás el suyo.
La palabra amigo ocupaba todos los confines de mi alma.
Agazapado, desde su hendidura
el desastre acechaba.
Un batir de alas ennegreció el espacio.
Un golpe seco de piedra,
un oscuro desorden
desparramó en astillas mi ventana de astros.
Allí me aferré con uñas y con dientes
a la deshojazón del remolino
que me fue revolcando en su carrera.
Algunos velaron junto a mí la noche.
Los otros desmembraron mi nombre, me sajaron en vivo
hasta que aullando de dolor se despeñó al invierno
esa conciencia de ser,
crecer en uno mismo.
Desde entonces partí,
ahíto el pecho de una pena voraz
que aún respira.
Jalapa fue algo más de lo que dije.
Bajo la piel me traje su aroma de humedad,
el rumor de la vida
atravesando la enramada lila de jacarandas y araucarias,
para entrar por la ventana abierta
en la infancia de mi hija
y acariciar su mundo de cristal.
El deslumbramiento del polen
preñando de sol
parques y pájaros en el centro de la primavera.
Y este amor rebasando todas las orillas.
Es que yo los amé, los he amado. Los amo todavía
a pesar de las coces del destierro
y he deseado morir para olvidar,
para evitar que me derrumbe el golpe
de este sueño de muerte.
Algo más que la piel y sus contornos
traje de aquel lugar.
Por eso me he sentado esta noche
a morderme los puños que saben a soledad,
a bestia herida
y a vientre de mujer embarazada de nostalgia.
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