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jueves, 29 de octubre de 2009

De Felipe Montes: Dolores


Publicado por: Gabriela Sáenz

Más allá de la ventana empañada del autobús respira densa la muchedumbre que deambula por calles y plazas y árboles y postes y cables y edificios y casas con ambos muñones tendidos, se dilata y se aglomera a los pies de las montañas y trepa, faldas arriba, hasta esas nubes que burbujean, se derraman y corroen los lomos amarillos que rodean esta ciudad y luego escurren entre las piedras y se pierden hondo entre zanjas y tuberías que sangran.
Pero Dolores todavía no atraviesa ninguna de esas puertas. Y algo se guarda tras ellas. Abrir esas puertas, entrar. Todavía no. Penetrar en esas oscuridades. No. En esos territorios domésticos entre el hambre y la comida.
El autobúes se estaciona en la Central. Ellas cargan sus bultos, descienden, van a la avenida, esperan en la parada y toman el camión.
Humo, sudor, cabeza. Semen, camión, cerveza. Y todavía no atraviesa Dolores ninguna de esas puertas que algo guardan. Todavía no. Penetrar en esas oscuridades. No.
Más allá del Barrio de los Nogales, enclavada entre colonias residenciales del Cerro de la Silla, de los terrenos invadidos de Lajistas y Mederos nace la Colonia del Ángel, su primer dormitorio y albergue de miles que han llegado. En su parte baja viven las familias con hijos ya grandes y algunos nietos pequeños: puesteros, albañiles, capataces, taxistas. Sirvientas que ahora son madres.
Las niñas domésticas viven hasta las partes altas, en aquellas casas entre calles que nunca serán pavimentadas. Y más arriba, repartidas por el Cerro, hay muchas más. Y más allá, más arriba, entre piedras y barretas duerme una niña. Dolores.


Dolores
de Felipe Montes. Dolores de México.
La más reciente novela del escritor regiomontano hace suya la vida trágica y velada de una de miles de Dolores que diariamente emigran de los ambientes rurales, donde nacieron, a la ciudad. En busca de un trabajo que les asegure el bocado diario y les permita enviar algo del sobrante a casa donde las esperan hermanitos y una madre (casi siempre abandonada por su pareja y envejecida prematuramente por una vida en extremo dura, escasa de oportunidades) la Dolores mexicana (latinoamericana, africana, asiática) es condenada por su nacimiento humilde y de género a repetir el patrón maldito y sin tregua sobre su carne y sus pupilas: a perder el brillo tempranamente bajo el hurto de un victimario sin facciones; uno a quién nadie atina a acusar.
Niñas que emprenden un viaje sin retorno y que inicia de la inocencia. De sus poquísimos años. Niñas que se aventuran en la oscuridad.
Niñas que nada saben de trampas, de engaños... de fraude.

Y las Dolores vienen y van, pobres como llegaron, pobres como vendrán de nuevo: en el rostro desconocido de otra jovencita en iguales circuntancias. Mujeres-niña a las que se les niega el derecho al juego y al estudio, al tiempo justo que madure sus cuerpos, antes que den a luz a otra criatura producto del abuso y del exilio, a otra pequeña Dolores que continué en heredad el linaje de injusticia y robo.

Pobres venidas a más o a menos, igual da... son sólo las Dolores en una sociedad que se desangra, reseca.
Como la prosa poética que sabiamente acuña Montes, y que ha hecho suya desde sus primeros textos para marcar con precisión su potente legado al horizonte de letras del nuevo Mundo.


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